autistas y mutantes

genealogía de un fantasma: la brújula solar en su principio autista -hasta coincidir con el mutante. umbral de los nuevos estados.

domingo, febrero 26, 2006

4. y no lo vitupera: La Palabra Canta,

Pero si esto es literatura para niños.

Dijo La Palabra Canta, y calló. Qué contraposición, qué desfase se inauguró ahí con la sensación de una muela obscena, oblicua, ahíta, expansiva, combante. Y, aún así... el hombre traía consigo la razón: La Brújula se había teñido de rosa y, lo peor: eso estaba bonito. La literatura para niños no era despreciable: documentado como estaba, él lo sabía.
Déjà vu, flashback, holograma que viene del futuro, fractales del atrapasueños, souvenir de Rayones ¿quién estaba seguro? pudo ser: La brújula cayó en la cuenta: recordaban que la historia no era así; recordaban, incluso, que La Palabra Canta solía tener otro nombre, muchos nombres. Era eminentemente mutante, el sujeto; y, el objeto, su otredad. El intersticio que ahí tuvo lugar, ese diente inexplicable, esa sombra maciza de un golpe transparente, fundó los polos a semejanza de una herida ambidiestra. ¿Arrependido, alguno? Todos nos hicimos culpables; no sabíamos sí él la llevaba o ella lo traía: la postmodernidad. Nadie podía hablar de él sin pensar en referencias, sin tropezarse con que nombrarlo activaba un detonante. Era un agente catalizador, un instrumento de Derrida que tomaba cuerpo y que, a la larga, muchos años después frente el pelotón de fusilamiento, hizo nacer a un niño llamado Jacques en Francia -pero, ésa, es otra historia.
Tras la sentencia [Pero si esto es literatura para niños] que ni él mismo esperaba, sorprendido volvió la vista atrás y, en adelante, sus gafas rompieron con actitud de broche de oro o cereza del pastel. El tiempo sonó en todos sus estratos -Ouroboros- con destellos de ocasiones de lo mismo.
Era La Palabra Canta, el mismísimo, el enunciado —y la estrella negra, el copo de lana, el cierzo escarpado del rebaño —de los mutantes.

3. paurake y a.b. nicte-ha, eslabón(es) vintage

“La construcción del templo nos llevará el tiempo en que la tierra da una vuelta al sol” —dijo Paurake, el sabio arquitecto del pasado que había ideado La Isla y levantado la misma en algún punto del cielo, donde se quedó desde entonces. La hazaña había costado al ya artista antiguo una observación prolija y detallada de la dinámica de los pájaros; sobre todo de uno de los más fugaces: la mantarraya.
A.B. Nicte-Ha, que era el único alumno que había tomado de la reciente generación —poco antes de que anunciara su próximo retiro de la docencia— era bastante aguzado, y advirtió a Paurake que la isla no giraba con el resto de la tierra, no seguía la ruta de el sol, estrella lejana de la que se pronosticaba ya por ese entonces.
Pero el aprendiz no adivinó que el tiempo ocurriría en la propia construcción. Así, el mayor sacó una tiza blanca y trazó la primera de las cuatro torres sobre la madera en que solía diseñar lo que más tarde tomaría realidad. Sobre esta torre dibujó una estrella de cierzo. La madera en que Paurake planeaba el sitio en que serían realizados los integrantes de la brújula no cesó de llenarse de nieve por un periodo, como la cuarta parte —al final se llevó la contabilidad— de lo que ocupó en total el proyecto.
La nieve cesó el día que Paurake, ayudado de una tiza verde, hizo levantar la segunda torre sobre una flor. “Pero, maestro, ¿qué flor es ésta, tan mágica?”, A.B. se inquietó con maravilla, que siempre quería saber más, y todo. Desde que Paurake le respondió que esa flor era, categóricamente la flor —como si no existiese una más o distinta—, la colorida variedad pobló la madera del plano, y también el profuso sonido de cuantos animales emitiesen el propio, como si de flores sonorosas se tratase.
Un día, el joven A.B. recordó también a la luna; dijo que si el proyecto del templo se tratase de la luna, ésta se encontraría en su plena mitad de luz, en su plena mitad de sombra. Paurake sólo esperaba un comentario del aprendiz para continuar, y le cayó justo. Aquel amanecer el viejo había madrugado; mientras A.B. dormía, él había trazado ya la tercera torre, un poco decepcionado de la pereza del aprendiz por manifestar detalle o reflexión, un poco inquieto el viejo ya por continuar.
Alegre por el sagaz comentario del muchacho, aunque lo disimulara siempre, Paurake supo de inmediato con qué coronar la más nueva de las trazadas torres. Casi al borde de la madera, cerca del espacio que había dejado a propósito para pensar una nueva altura en el cielo, la mano rugosa pero firme de Paurake ciñó con la tiza roja un puñado de papalotes a la tercera torre. Ni Paurake mismo supo por qué lo hizo; en el fondo, agradecía la ocurrencia al muchacho.
Todo ese tiempo los papalotes, que coincidían con cada rayo de un sol con el que el adjetivó “espléndido” empezó a sonar en La Isla, mantenían combada, por ejemplo, la tarde, con cada rayo de sol, el cual ora se tendía en actitud de arco ora se preparaba tan flexible para que la noche, en lugar de luz, tuviera la intensidad fresca del agua.
La noche en que la tabla casi completa de Paurake se llenó del sonido triste —para algunos— de campanas, la luna que había citado A.B. debió entrar en su cuarto menguante. Sin embargo, el acontecimiento se recordó como la fundación de la cuarta torre, que era propiamente un campanario, y en la que el arquitecto del pasado invirtió lo que quedaba de su tiza azul.
A.B., que se caracterizó mucho después por definir la existencia de las cosas que están sucediendo antes de que cumpliesen su cabal consumación, apuntó a la sazón en su bitácora el sustantivo “otoño”. Antes, en ese mismo momento —es decir, cuando era A.B. también era joven— reprochó a Thamar la idea de las campanas, que le parecía triste; acusaba su sonido de alarmante y, más allá de eso, cuestionó la practicidad del inmueble.
“Las alarmas son bandera de las tragedias; aquí sólo pasa que ocurre la eternidad: las campanas lo anuncian cuando se acuerdan”. Que y eso qué, replicó A.B. Aunque el mayor explicó a su discípulo que éstas avisaban el turno de la siguiente torre por figurar, el aprendiz no quedó satisfecho; le parecía absurdo cantar lo inevitable, si eso llegaría de todos modos. Paurake sonrió, comprensivo; confiaba en que la astucia del muchacho llegaría alguna vez y entonces sabría que todo ese tiempo habían trabajado, juntos, en lo inevitable: que ellos lo hicieron así, y que no pudo ser de otra forma.
Cediendo más paciencia, el descubridor que tenía fama de inventor se dedicó a tranquilizar al muchacho con otro tipo de explicaciones, ya no tan precisas —en verdad, A.B. aún no quería la precisión— pero sí encantadoras. De ese modo, y señalando las palomas que se posaban en la última torre, le dijo al muchacho: “Mira, las campanas son un imán de palomas y, la música de las campanas —dibujó que las hizo sonar, y sonaron— una rampa de palomas". Y las palomas volaron con el batir de campanas.
El sabio Paurake dio algunas justificaciones más, sobre todo con el escándalo que provocó en A.B. la caída de las hojas, tan adepto como era a la ascensión de las olas; a saber, que el verde de las hojas es tan vivo que pesa y, con lo de la cuarta torre, las ramas descansan. “Los huesos, alguna vez, necesitan tocar desnudos la paz quieta del aire”, Paurake expresó antes de salir del taller; se había entregado al trabajo el tiempo en que la tierra, allá, dio una vuelta al sol; por primera vez después de tanto tiempo, volvió a los días de afuera. Cuando lo vieron caminar por una senda de hojas amarillas que alborotaba el viento, a los más pesimistas les dio por cuchichear que aquella noche Paurake pensó en la muerte; lo alucinaban sobre todo porque al antiguo arquitecto no se le volvió a ver más.
Pero Paurake —esto lo contó A.B. cuando ya era el arquitecto de La Isla, el diseñador de las rotaciones y los switch bipolares: su turno había llegado— jamás había utilizado la palabra irse, ni los que ello significase; siempre jugaba con las formas del verbo volver, incluso cuando partía hacia lugares en los que, era seguro, nunca había estado.
Sí, Paurake volvió, y a donde volvió era muy lejos de La Isla; tanto, que nadie de esa isla sabía nada de este remoto lugar. A pesar de eso, los pocos que creyeron en que, a lo largo de su estancia en La Isla, Paurake se dio tiempo para estudiar la dinámica de las islas y convertir a alguna de las aves que tanto amaba —por ejemplo, una mantarraya— en un sitio hermoso en las inmediaciones del mar: estaban en lo cierto.
Entre los pocos que lo creyeron, casi desde el principio —mucho tiempo después se supo— fue A.B. Nicte-Ha: el artista actual. Sirva este mensaje redactado desde el animal que se comporta como isla y no deja ser hermoso —y amado— para felicitar al arquitecto contemporáneo de hoy en día.



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[1] “La arquitectura del aprendizaje —a manera de Introducción”, de El pequeño atlas de las ínsulas animadas.

sábado, febrero 25, 2006

2. corza y peltre: animales (y) lunares

Fue entonces cuando abrí los ojos: los vi. Si el tipo alto y barbado te miraba directo a los ojos, enseguida sabías lo que él quería que supieras. Me hizo entender que se llamaba Peltre —lo que más tarde confirmé—; por ese misma vía supe que Corza, la bella joven, era con él una y par, que era intocable; que a ella debía guardarle respeto y a él temor. Esa “cláusula” comprendía que me estaba prohibido pronunciar palabra alguna o moverme o correr. Acaté lo visto.
Peltre dio la media vuelta y se dirigió al bosque; eso significaba que debía seguirlos. Entre los altos sauces donde el color de la noche era cribado por la fronda de estos árboles apenas podía distinguir el camino. Llegamos por la sinuosa ruta a un claro de bosque, un círculo verde de hierba que se acoplaba muy bien con la sombra redonda de la luna; su resplandor encallaba perfectamente. No contaría esto sino fuera porque en ese instante, cuando Peltre cayó en la cuenta de que el pilar de luz cayendo desde la luna justo en el diámetro del bosque era una señal, se detuvo. Eso lo supe porque Peltre, al detenerse, volvió el rostro para mirarme; naturalmente yo no podía decir una palabra. Pero Corza sí.
Mientras Peltre se dispuso a hablar con las partículas de luz —lo supe porque vi sus ojos reflejarse en el nítido pilar— Corza parecía darse cuenta de algo, creo que con el olfato. Por mi parte[1] registré, no sin asombro, que tras los animados saltos (volando) que Corza daba de un lugar a otro mientras su compañero callaba como si el silencio fuese una actividad, se veía seguirle el rastro difuso de un enjambre de abejas, sombras de estos animales. Sin embargo, cuando quise encontrar a los insectos no vi nada. La sombra de Corza eran muchas abejas; su cabello era dorado y ondulaba dejando caer un rumor dulce; yo podía escucharlo. Peltre continuaba en silencio; Corza exclamó entonces, con poca prudencia y para desagrado del discreto: “¡Quiero jugar con todos los animales!”.
Peltre dirigió a ella su mirada sopesando algo, indicando una medida, pero comprendiendo que ella interrumpiera. Es que Corza era ciega, ahora lo entendí. Peltre extrajo de un pequeño bolso que no había distinguido en su atuendo la pequeña colmena de miel, y algo balbuceó suavemente en él. La colmena era un medio entre ambos, me pareció en primera instancia; más allá de eso, era la integridad de Corza. Lo que dijo al objeto debió ser que ella no rompiese el secreto, que él necesitaba esa veda y, lo más posible, algo parecido a la soledad, a pesar de nosotros dos —o de ellos dos.
De inmediato observé retirarse la silueta intangible de una pantera, un banco de peces que apenas y humedecían el aire así como un bandada de pájaros rompió, allá a lo lejos, obedientes; también el perfume de violetas que se había apoderado de la atmósfera desapareció de repente. No sé de qué fuerza se valiera Corza para que eso abandonara el lugar, pero estoy seguro de que fue su instrucción y deseo.
Con un poder inédito, Peltre volvió de su conversación con la luz. Era tanta la habilidad recopilada aquella noche en el claro de bosque que —Peltre debió pensarlo— no hubo que cruzar el bosque. De un momento a otro, y sin que nada hubiese ocurrido en ese lapso, los tres estábamos ante las comisuras de El Ecuador; eso no se hizo advertir: ya había amanecido.
Nada había ocurrido en ese lapso, salvo: el poderoso pensamiento de Peltre, idéntico a la realidad que, ahora, nos tenía —sobre todo a mí— a unos pasos de la vida que después sería mi único destino y que el hombre alto y barbado, tal vez, ya habría escuchado de la luz en aquel claro de bosque, cuando pidió serenidad a La Corza de la Mañana, princesa del verde, para escuchar mejor.



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[1] A medida que pasaba más tiempo en la isla, advertí que mi percepción se refinaba cada vez más; o, bien: que empezaba a recordar, como si fueran descubrimientos, cosas que ya sabía.

1. proas —la flecha

"Ahora son dos, pero antes fueron seis y, en un principio, ni siquiera fue uno solo. Un momento adelante, el caballero autista que llegaría a llamarse La Flecha del Poniente, señor de la velocidad, alcanzó a sumar 26 presencias girando en torno a su asombrada figura. “Yo soy El Viejo”, decía uno y, otro, al mismo tiempo: “Yo soy El Más Nuevo”; enseguida, un tercero: “Yo soy Antiguo”. Así, el enjambre de voces y presencias no cesaba; los rostros cambian, y los cuerpos: los nombres primeros y los que apenas se dejaban escuchar, pasaban de un ser a otro, las voces, y a veces quedaban sin lugar y eran la hiperrealidad.
En medio de su estupefacción, nuestro próximo guerrero alcanzó a divisar que, a pesar del número variable de cuantos personajes confundían sus sentidos, sólo uno de éstos proyectaba sombra —y era la sombra de un cuerpo femenino. Mas había uno de veras oscuro al fondo de todo, cerca de los últimos árboles del bosque que, báculo en mano, miraba la tempestad de seres cernirse sobre el asombro del entonces aprendiz “Flecha”.
Peltre, como se hacía llamar el hombre del fondo, se levanto de prontó bajo la sombra del árbol y dejó caer en tierra firme el toque de su mágica herramienta, que estaba hecha de su nombre, y dijo: “Corza, basta”. Todos los personajes que sitiaban al héroe incierto se reunieron de golpe en la materia del único con sombra. Éste ser tomó la forma que después se supo era la suya de verdadero: una mujer joven y hermosa, tal lo son tanto las princesas robadas de otros reinos; en cuanto se reintegró como ella misma, en la mano izquierda de Peltre apareció al instante una colmena de miel. Se le oyó exclamar a ella, con lúdica sorpresa: “Poeta de Peltre, ¡pero sí es un autista, uno de los…”. Pero Peltre desconfió, “no estés tan segura” —y después se sabría por qué; pero, mientras eso se descubría, repitió, duro: “basta”, y Corza entendió que no debía decirlo en presencia del nuevo, que sería catastrófico que lo supiera desde ahora.
Simultáneamente, nuestro potencial autista tenía la certeza —equivocada— de que aún no abría los ojos."[1]



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[1] Fragmento de “El libro de La Flor Obscena del Poema, presenciador de reyes”.